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TEXTOS, ARTÍCULOS Y CONFERENCIAS


LA CREACIÓN Y LOS EXPLORADORES DEL MUNDO INTERIOR

Conferencia pronunciada en el verano de 2005, dentro del curso 'El Viaje Fantástico (el periplo de la creación)', dirigido por Alfredo Taján, dentro de los Cursos de Verano de la Universidad Complutense en El Escorial. Leer


LAS TRIBUS URBANAS Y EL CINE

Conferencia del ciclo 'La Edad Deslumbrante. Mitos, representaciones y estereotipos de la juventud adolescente', coordinado por Vicente Domínguez, pronunciada dentro de las jornadas Universo Media de la Universidad de Gijón.   Leer

 


QUIERO TODO ESTO

Versión de 'Quiero todo esto' de José Agustín Goytisolo, para el programa de radio 'Tot es Comedia' de la SER. Leer


 




 

 

 

 

 


LA CREACIÓN Y LOS EXPLORADORES DEL MUNDO INTERIOR
Silvia Grijalba

Coleridge tomando laúdano, Thomas de Quincey fumando opio y hablando inglés; Baudelaire fumando Hachís con Gautier y Nerval en el hotel Pimodan; Arthur Conan Doyle consumiendo coca mientras escribía "elemental, querido Watson"; Aldous Huxley tomando peyote y apurando una última dosis de LSD en el lecho de muerte; John Lennon rindiendo homenaje al ácido lisérgico con su Lucy in the Sky with Diamonds (aunque él niegue que el acrónimo tenga que ver con ácido lisérgico); Jim Morrison citando a William Blake mientras probaba el peyote y bautizaba a su grupo; William Burroughs viviendo en su interzone particular bajo los efectos de la heroína; Lou Reed dedicándole una canción a su camello en "Waiting for the man"; los Happy Mondays tomando éxtasis para componer ese himno pagano en el que se convirtió su "Allelujah" o Kurt Cobain escribiendo la última letra de Nirvana antes de suicidarse…

Esto no es un outing de los artistas que han consumido drogas a lo largo de la historia. Es un recorrido por los exploradores del espacio interior (tomando las palabras de uno de ellos, de Junger) que las han utilizado para diversos fines pero siempre con la actitud de viajeros, no de turistas. Con un fin centrado en la experimentación, con el intento de descubrir nuevos paisajes, nuevas formas de expresión o simplemente, como un atajo para llegar ese estado de ensoñación, de delirio, a ese estado alterado de conciencia que requiere el verdadero acto creativo y que para algunos era un estado natural para el que no se necesitaba ninguna sustancia externa. Tal fue el caso de Anaïs Nin (de la que hablaremos más adelante), Goya, Dalí o el propio William Blake (un visionario que ha influido en el arte drogado de diversas generaciones y a través del tiempo, tanto en los simbolistas como en la generación beat o en artistas del rock como Jim Morrison o en los propios Héroes del Silencio, poniéndonos más cercanos).

No es casualidad que en los años 60, profesores como Wattsson o el descubridor del LSD Albert Hofmann y Jonathan Ott definieran como enteógenos a determinadas sustancias que alteran la conciencia. Enteógeno viene del griego entheos (dios adentro), una palabra que se utilizaba para describir el estado en que uno se encontraba inspirado y poseído por el dios, que ha entrado en su cuerpo. Se aplicaba a los trances proféticos, la pasión erótica y la creación artística, así como a aquellos ritos religiosos en que los estados místicos eran experimentados a través de la ingestión de sustancias que eran transustanciales con la deidad. El éxtasis (religioso o pagano) y la creación siempre han estado ligados.

Efectivamente, en muchos casos, los creadores han buscado atajos o una manera de perpetuar ese estado. Un furor que Victor Hugo consideraba imprescindible para la vitalidad del arte.

"Lo que los pedantes llaman capricho, los necios locura, los ignorantes alucinaciones, lo que antaño se llamaba furor sagrado, lo que hoy se llama, según sea la variante del sueño, melancolía o fantasía. Este irregular estado de ánimo que constante en todos los poetas ha mantenido incesantemente invocadas o evocadas, como si fueran cosas reales, lo que no son sino abstracciones simbólicas, la lira, la musa, el trípode, esta singular apertura a inspiraciones misteriosas es necesaria para la vida profunda del arte".
Pero esa apertura a inspiraciones misteriosas está clara, y en esto coinciden todos los artistas que han tenido experiencias con sustancias enteógenas. Todos saben y declaran que la inspiración no viene de fuera, con la sustancia, sino que ésta potencia lo que ya hay, abre la puerta para que salga lo que siempre estuvo allí o simplemente, como en el caso de Anais Nin, sirve para ser consciente de determinados elementos del proceso de creación.

El de Anais Nin es un caso especialmente interesante porque sale del tópico de la lista de artistas que han experimentado con las drogas. En sus diarios, cuenta algo por lo que los ortodoxos de la literatura sobre drogas podrían asesinarla. Dice que "Las puertas de la percepción" de Huxley no le había impresionado demasiado, que le había parecido muy técnico e insulso, pero parece que el relato de su amigo el pintor Gil Henderson sobre los efectos del LSD la animan a formar parte en un experimento con un doctor que hacía sesiones experimentales con esta droga en los 50. Después de la sesión, una de las conclusiones que saca es la siguiente: "Encontré el origen de muchas de las imágenes de mi trabajo y del de otros escritores. En "La casa del Incesto", escrito en 1935, los objetos se vuelven líquidos y los describo como si se vieran a través del agua". "De todas formas, No me da la sensación de que la química me revelara un mundo desconocido. Lo que hace es acallar el mundo cotidiano, como si fuera una interferencia y dejarte solo con tus sueños, tu fantasía".

Más adelante dice que eso es algo innato en ella, que le resulta muy fácil y explica que cuando se lo dijo a Huxley éste se enfadó bastante y le dijo que ella tenía la suerte de acceder al subconsciente de manera natural pero que no todo el mundo tenía esa capacidad y por eso había que darles esa oportunidad por medio de las drogas. Dejarles visitar lo que él mismo denomina "terra incógnita". Las drogas serían la democratización del turismo, una especie de vuelos chárter para los artistas que no consiguen llegar a ese estado por ellos mismos.

Pero Huxley, como muchos otros antes que él, también coincide en advertir que la visita a la Terra Incógnita puede ser un rollo, un horror, un aburrimiento, algo anodino o algo magnífico y eso sólo depende de lo que cada uno tenga en su interior. Que el Soma, vaya, no da la creatividad al que no la tiene. Baudelaire decía que el hachís "no revela al individuo más que el individuo mismo"; Gingsberg abundaba en la idea diciendo: "La otra realidad que nos ilumina es una proyección de nuestra propia mente" y Miquel Barceló en una entrevista en el País decía hace unos años: "uno sigue siendo tonto drogado, un tonto drogado es un tonto drogado, sin más".

En esa misma entrevista, que recoge Juan Carlos Usó en su libro "Spanish Trip", el pintor mallorquín también reconoce, como Anais Nin, que probar el LSD le sirvió para darse cuenta de la analogía que hay entre el proceso creativo (él habla de cuadros pintados "en pleno estado de vidente") y la ingesta de LSD.

Habla de una ceremonia funeraria en Mali que duró cinco días, durante los cuales permaneció encerrado en una cueva, a 55 grados en el exterior, pintando sin parar.
"No hubo un momento, ni uno, que estuviera fuera de una extrema concentración en la que podía hacerlo todo, y todo era de una extrema sencillez. Un estado parecido a cuando has tomado LSD. Lo entiendes todo, porqué funciona el mundo y el universo y después te queda el recuerdo de haberlo entendido alguna vez, pero ya no puedes repetirlo. Después de muchos días de trabajo, de salir del taller a cuatro patas y derrotado y, de pronto, todo tiene sentido; eso es pintar, ese es el momento en el que haces un cuadro".

Mucho antes, Baudelaire, ya hablaba en sus textos de la similitud entre el éxtasis creativo y el consumo de determinadas sustancias. No es casual que la introducción a El Poema del Haschisch se llame El gusto por lo infinito. Baudelaire piensa que, desde el principio de los tiempos y en todas las culturas, el hombre ha buscado huir del espacio fangoso y chato de lo cotidiano. Aunque haya días en los que de forma espontánea se levante más perceptivo y el exterior se le ofrezca con otro relieve, este estado artístico, encantador y paradisíaco no obedece a causas que podamos controlar. De modo que siempre hemos buscado productos que nos permitan perpetuarlo ("¡Ay!, los vicios del hombre, tan llenos de horror como se les supone, contienen la prueba (...) de su gusto de lo infinito; sólo que es un gusto que a menudo se equivoca de camino"). Ese es el problema, que el hombre "en su fatuidad, olvida que se la está jugando con algo que le excede en finura y en fuerza, y que el Espíritu del Mal, (...) no tarda en llevarse la cabeza". Efectivamente, son muchos, los artistas que no dudan en advertir del lado oscuro de la fuerza de determinadas sustancias (especialmente del opio y sus derivados). Desde John Lennon, que confiesa en el libro "Antology" que dejó de tomar LSD porque después de consumirlo le llegó la revelación de que en algún momento de su vida iba a tener acceso a conocer la verdad del universo, pero tenía la sensación de que si seguía tomándolo no tendría la capacidad mental suficiente para asimilar esa enseñanza porque estaba convencido de que el LSD mataba neuronas, hasta Cocteau, que en "Opio" explica su duro proceso de desintoxicación, pasando por De Quincey, que habla del opio como "cadena inexorable, llave del paraíso". Una advertencia que no pareció hacer mella entre sus paisanos porque gracias a su best seller "Confesiones de un inglés comedor de Opio" (1822) las ventas de laúdano, los sábados por tarde, en las farmacias de Manchester aumentaron considerablemente. Una ciudad, Manchester, por cierto, que 166 años después se convertiría en el centro de un movimiento musical, el del sonido madchester y el verano del amor, en el que otra droga, el éxtasis, fue un elemento desencadenante.

Parece claro, por lo que hemos visto hasta el momento, que, en general, entre los fines esenciales de estos artistas exploradores del mundo interior estaba el de buscar atajos hasta llega al éxtasis creativo, perpetuar artificialmente ese estado y comprender el proceso o los resultados de la creación. Artistas de diversos siglos, distintas disciplinas y estilos muy diversos parecen coincidir en ello y, de hecho, la experimentación con las drogas es en algunos casos el catalizador que hace que un artista se interese por la obra de otro. Dicen que cuando Baudelaire supo que compartía con Poe su afición por el opio creció su admiración por él, que ya era enorme; en el caso del acid house y el revival de los sonidos de los años 60, hay una clara conexión entre el fenómeno socio cultural que supuso el LSD en los 60 y la revolución musical que produjo el consumo del éxtasis en los 90 y otro ejemplo sería Jim Morrison que debe mucho de su producción literaria (en libros y en letras canciones) a autores como Rimbaud, William Blake o Huxley, que admiraba por sí mismos, pero que además coincidían en tener una patena visionaria, que venía en muchos casos inducida por el uso de diversas sustancias.

Otro rasgo común en muchos de estos artistas, tanto los del siglo XIX como los del XX, (en el XXI está por ver y es mucho menos claro) es que se les ha considerado, en casi todos los casos, marginales, outsiders. Aldous Huxley ya lo decía en 1956 y la verdad es que el asunto ha ido empeorando con el paso del tiempo. El, hace medio siglo, en su ensayo "Cielo e Infierno" escribía:

"En el mundo occidental hay actualmente muchos menos visionarios y místicos que antes (…) En el cuadro del universo actualmente de moda, no hay sitio para la experiencia transcendental válida. Consiguientemente, quienes han tenido lo que consideran experiencias transcendentales válidas son mirados con recelo, como chiflados o farsantes. Ya no acredita a nadie ser un místico o un visionario".
En el caso de los del XIX se dice que son "malditos" y en el de los de la segunda mitad del XX se habla de contracultura, pero en todos los casos ha habido un término asociado a lo marginal para denominar a estos artistas que muchas veces han sido juzgados más por su forma de vida que por su obra. Y no siempre para perjuicio del artista porque en muchos casos (y en el siglo XX tenemos ejemplos muy claros en el mundo del rock, pero también en el de la literatura o el arte plástico) el consumo de drogas o los relatos relacionados con este consumo han sido utilizados por los propios artistas para crear un aura, un personaje que tapa su mediocridad artística. El escándalo asociado al consumo explícito de drogas a ayudado en todos los tiempos a convertir a artistas medianos en personajes mediáticos y obras regulares en éxitos de venta y crítica. Pero ese sería el tema de toda otra ponencia.
Pero aunque hay varias líneas comunes en todos los artistas relacionados con la droga, lo cierto es que la tradición del arte inspirado y/o basado en la droga ha ido evolucionando.

En la época de los poetas de los Lagos como Coleridge o De Quincey o en Estados Unidos, con Poe o, más tarde, en Francia, con el selecto club de los hashishi de Gautier, Nerval o Baudelaire o el círculo zutique de Verlain y Rimbaud o posteriormente Jules Boissière o incluso en los grupos ocultistas en los que participaban Yeats o Aleister Crowley, el consumo de droga era algo íntimo, personal, elitista pero a partir de los años 50 y 60 del siglo pasado, se convirtió en algo mucho más explícito, en una manera de protesta social, algo que también se observa en los textos distópicos de autores como Huxley o Philip K Dick, (o en un plano más científico Timothy Leary, Jünger o Watts), pero que llega a su cúlmen con la generación Beat con Kerouac, Ginsberg, Paul Bowles en algunos escritos y, por supuesto, William Burroughs, coetaneos de grupos de música psicodélica como Love, Grateful Dead, Jefferson Airplane o la era Sargent Peppers de los Beatles.

Aunque en el simbolismo, ya hay elementos que tienen que ver con los alucinógenos, como la sinestesia, lo cierto es que la mayoría de los textos relacionados con las drogas tienen más que ver con una crónica literal de viaje, en el sentido metafórico y también literal del término por la descripción de fumaderos orientales o de costumbres de países exóticos. Un gusto orientalista, que conecta el viaje interior con el exterior y que está presente a lo largo de la historia del arte. Con la obra de autores como Paul Bowles, el propio Burroughs en el Almuerzo Desnudo, donde Interzone puede identificarse con Tánger, el director de cine David Cronenberg (especialmente en su adaptación de la obra de Burroughs) y que también está presente en algunas canciones de los Beatles de su era psicodélica, en la que toman elementos musicales y estéticos de la India (desde la portada del Sargent Peppers hasta el "Within you without you" del mismo disco o "Norwegian Wood" de Rubber Soul); o en casos como el psiconauta por excelencia del rock, Brian Jones, que viajó hasta las montañas del Atlas para contactar con la música mística los Master Musician of Jajouka, sus flautas de Pan y sus pipas de Kif.

Pero es la generación Beat, autores como Burroughs, Corso, Ginsberg o Kerouac, los que desarrollan una nueva forma de expresión donde todo aquello que produzca efectos sobre los sentidos, llámese anfetaminas, LSD, marihuana, alcohol, constituye un proyecto explícito de protesta contra los valores preestablecidos de la sociedad capitalista. El consumo de drogas es también un medio de consolidar un lugar y de desprenderse de cánones sociales inmersos en prácticas ritualistas conservadoras; ante todo, se trata de una transformación cultural. Una nueva modificación de la sensibilidad, que la complicidad con los trastornos de la química no hará sino acrecentar durante el siglo. La literatura, comienza a expresar el cambio de la figura de la droga como medio de actuar sobre sí mismo, y como una forma de protesta a las convenciones sociales existentes. Diferentes críticos señalan de esta escritura beat que es un flujo ininterrumpido, desde el fondo del espíritu, de ideas y palabras que soplan sobre las imágenes; no hay periodos que separen las frases, ridículas puntuaciones, sino vigorosos blancos, que separan las respiraciones retóricas. No hay selectividad de la expresión, sino aceptación de las asociaciones libres producidas por la mente en un mar ilimitado, nadando en un océano, sin otra disciplina que los ritmos de la respiración retórica y de las puntuaciones como un puño que golpea sobre la mesa.
Los textos parecen describir "viajes" plagados de velocidad e imágenes superpuestas, homologables a las experiencias con LSD, que describían un viaje interior y que, para la época, era publicitado como un paso más en la larga serie de progresos tecnológicos que conduciría, a la humanidad, a la felicidad.

Un estilo que tiene muchas conexiones con otras corrientes de la época como el Nuevo Periodismo de autores como Humpter S. Thompson con su Miedo y Asco en las Vegas o Tom Wolfe con Ponche de Acido Lisérgico, en el que narra el viaje (real) de uno de los grandes gurús del LSD, Ken Kesey, a través de Estados Unidos en un autobús conducido por Neal Cassady.

En el movimiento beat y en el nuevo periodismo la influencia de las drogas alucinógenas ha tenido que ver tanto en el fondo como en la forma y todo esto continúa en otros campos como la pintura, el cine y muy especialmente la música. Pero antes de pasar a esos campos, esenciales para entender el arte de la segunda mitad del siglo XX, resulta imprescindible citar a dos autores coetaneos a los de la generación Beat pero que no estuvieron adscritos en ese movimiento y para los que las drogas alucinógenas fueron esenciales en su obra. Se trata de los ya mencionados Aldous Huxley y Philip K Dick. En ambos casos las sustancias psicodélicas fueron parte esencial de su vida. En el de Huxley de una manera ejemplar y casi científica y en el de Philip K Dick podría decirse que inútilmente porque era el típico caso de visionario (con diversas enfermedades mentales diagnosticadas, entre ellas esquizofrenia) que realmente no necesitaba el uso de alucinógenas para realizar viajes interiores. Pero dejando a un lado al personaje, lo que une a estos dos autores es, por una parte, su aportación a la tradición de la literatura distópica y, por otra, la presencia de la droga en sus obras, como un elemento esencial. En el caso de Philip K Dick, especialmente en libros como LOS TRES ESTIGMAS DE PALMER ELDRITCH, Ubik y "Fluyan mis lágrimas dijo el policía", los alucinógenos son medios para escapar de una realidad terrible o para poner al personaje en una realidad paralela, esencial para entender la historia que nos cuenta el autor y que no se podría explicar si no hubiera alucinógenos por medio. En el caso del soma de Un Mundo Feliz hay más similitudes con la concepción de Philip K Dick, también es una manera de evadirse de la realidad y en ambos casos se observa que los autores se han dado cuenta de lo útiles que pueden ser esas sustancias como medio de control del Estado. Pero en La Isla de Huxley la visión del alucinógeno es más idílica y tiene más que ver con su propia experiencia y con lo que a él le gustaría que ocurriera. Da la sensación de que es el legado que quiere dejar a la comunidad psiquedélica, consciente de que iba a ser su obra póstuma. El Moksha es una sustancia sagrada, de iniciación que deben tomar todos los adolescentes. Una perspectiva que posteriormente seguirían más los autores de no ficción relacionados con los alucinógenos que los autores de ficción y los músicos, que han tendido más al lado lúdico y espectacular de estas drogas (con algunas excepciones como, por ejemplo, George Harrison o, en España, los ya mencionados Héroes del Silencio en su disco "El espíritu del vino" que alude a Blake y a Jim Morrison; Mil Dolores Pequeños con su "De la piel pa dentro mando yo", basado en un texto de Escohotado).

Pero esa vertiente psicodélica del arte, que llegaría a su cúlmen en los años 60 y resurgiría en los 90, tiene sus antecedentes además de en la escritura automática o movimientos como el surrealismo (es decir en todas las corrientes que tiene relación con el subconsciente y/o los sueños) con algunas obras que se han considerado destinadas a los niños y que en los sesenta volvieron a popularizarse, a considerarse de culto entre los adultos cercanos a la psicodelia. La esencial fue Alicia en el País de las Maravillas. Sus personajes (especialmente el ciempiés que fuma en una narguila y Alicia en su versión gigantesca o enana) inspiraron posters y carátulas de los grupos de la época o canciones, como "White Rabit" de Jefferson Airplane, en la que, entre otras cosas, dicen: "una pastillla te hace más grande y otra te hace más pequeño". En aquella época se aseguraba que Lewis Carroll era un consumidor habitual de laúdano y hongos y sí, parece bastante probable que Carroll hubiera tomado hongos psicodélicos (o al menos le habían contado muy bien cómo era una experiencia de ese tipo), algo que no era del todo extraño en la época victoriana (la primera experiencia con hongos alucinógenos, documentada, en Inglaterra es de 1799) y que, desde luego, conocía las pipas de opio. Pero no hay ningún documento que lo demuestre y desde luego en su correspondencia no hace referencia a ello en ningún momento.

Otro de los mitos de la época, sobre el que, personalmente tengo dudas, pero que no es del todo descabellado, es la conexión de Walt Dysney (o más bien de gente de su equipo) con los alucinógenos. En aquella época y a lo largo de la historia se ha dicho que dos películas "Dumbo" (1941) y "Fantasía" (de 1942) tienen claras referencias a la experiencia psicodélica. La primera, especialmente, en la escena de la danza de los elefantes rosas y Fantasia, por su estética en general y el eslogan promocional de la época, en la que se aludía a las propiedades sinestésicas de la película, "oiga los colores, vea la música"… En fin, podría ser que alguno de los miembros del equipo artístico de la película hubiera tenido experiencias con la mescalina o algún hongo alucinógeno, pero no, desde luego, como se ha dicho, con el LSD porque hasta 1943 Hoffmann no descubrió los efectos alucinógenos del producto. En cualquier caso resulta interesante esa conexión entre Disney y algunos miembros de la contracultura y que venga por la vía alucinógena.

Pero teniendo en cuenta la persecución a la que se vieron sometidos muchos de los artistas de la contracultura y del movimiento psicodélico, son pocos los que han reconocido a lo largo del tiempo que en su obra hay referencia a las drogas. Los músicos (en el caso de los Beatles, por ejemplo, es bastante comprensible el especial cuidado, teniendo en cuenta que les habían detenido por posesión de drogas) son especialmente reacios a ello, aunque hay pruebas evidentes en canciones como Lucy in the Sky with diamonds ( "Tangerine trees and marmelade skys", "A girl with kaledoscopy eyes"), Strawberry fields forever ("Strawberry Fields, nothing is real") o Doctor Robert, ese gran gurú de la alta sociedad neoyorkina de los 70 conocido por sus reuniones de iniciación al LSD.

Hasta los noventa no volvería a darse una relación tan clara entre una droga específica, sus efectos y la creación. En medio, estuvo el glam rock que tomaba en la letras y en la estética elementos asociados con la experiencia psicodélica y hablaba de asuntos como las arañas de marte que podrían conectarse con los enteógenos, también estuvo todo el movimiento que surgió alrededor de la Factory y el heroine o el ya citado Waiting for the man de Lou Reed y otras canciones de la Velvet, pero hasta la popularización del éxtasis en los 80 y la gran explosión en el 86 del verano del amor ibicenco, no hubo una relación tan clara como entonces entre la cultura musical (pop) y la droga. Un precedente de esa revolución propiciada por el éxtasis fue Soft Cell, el grupo de Marc Almond, un autor que ha puesto música a la obra de los simbolistas y que en el libro "Estado Alterado" de Matthew Collin confiesa que parte de su obra está hecha bajo los efectos del éxtasis y dedicada a esa droga. Explica que probó la droga en Nueva York y que el disco "Non Stop Erotic Cabaret" se compuso bajo los efectos de la droga. En el disco de remezclas de ese disco, "Non Stop Ecstatic Dancing", en la remezcla del tema Memorabillia (con referencias a Torremolinos) hay todo un discurso a cargo de Cindy Ecstasy hablando de los efectos del éxtasis, algo que ha pasado bastante inadvertido en la historia del pop, según reconoce el propio Almond, que en ese libro dice que los tres primeros discos de Soft Cell hubieran sido totalmente distintos si no hubiera probado el éxtasis.

Después de ese precedente y de otros acercamientos al éxtasis por parte de autores como Boy George, con su proyecto Jesus Loves You, la verdadera cristalización del éxtasis en la cultura pop llega primero, con el verano del amor de Ibiza y la popularización de la mezcla entre la música electrónica y el pop y la popularización masiva del movimiento Madchester de grupos como Happy Mondays o Stone Roses. Los Happy Mondays llevaban varios años de carrera antes de convertirse en ídolos de un movimiento y una generación. El manager del grupo (Derek Ryder, padre del líder del mismo, Shaun Ryder y antiguo hippie) decía en una entrevista: "La gente suele olvidar que los Happy Mondays" siempre fueron un grupo de baile, lo que pasa es que nadie supo bailar aquello hasta que llegó el éxtasis".
Esta declaración ayuda a entender el papel del éxtasis en un movimiento que ha revolucionado la cultura popular de una época. La entronización del disc jockey como gurú, la popularización masiva de técnicas que tienen que ver con ese papel del artista como postproductor y remezclador, la aplicación a la música de otros recursos como el cut up de Burroughs… Las remezclas, el considerar a los dj como auténticos creadores y no simples remezcladores... todo eso ha tenido mucho que ver con la cultura del éxtasis, con la presencia de esta droga en fiestas seminales de Ibiza, más tarde Londres y después sitios como Goa que darían lugar a estilos más cercanos al movimiento hippie, como el psychedelic trance…

Toda esa cultura, además ha tenido un reflejo en la literatura. Muy concretamente en autores como Douglas Coupland o Irvin Welsh, que han descrito con bastante fidelidad ese sector de la sociedad y han comprendido la relación estrechísima entre las aspiraciones sociales, emocionales y laborales de los jóvenes de los 90 y el éxtasis. Pero donde cuaja todo esto más claramente es en un autor de culto, como Jeff Noon y su libro "La aguja en el surco" que, por un lado, retrata el mundo de las raves y de la música electrónica y, por otro, reproduce esa técnica del sampler y el remix en el propio texto, siguiendo, según ha reconocido el autor, la tradición de escritores como Burroughs, Borges o Lewis Carroll y la técnica de grupos como Aphex Twin o Authecre.

Y después de este viaje por diversas etapas de la relación entre drogas y creación, cabría preguntarse qué será lo siguiente. ¿El descubrimiento de una nueva droga que propicie una manera distinta de acercarse al proceso creativo? ¿Una nueva forma de crear entronizando drogas que ya existen, hacer realidad el futuro que preconizaban Philip K Dick, Huxley o Gibson? O quizá la mirada debería ponerse sobre la realidad virtual, los mundos paralelos que ofrece el ciberespacio y hacer caso a un experto sobre el tema, Timothy Leary, cuando decía, en los 90, que el "PC es el LSD de los 90"? En Existenz de Cronenberg y en Matrix esa es la línea a seguir y no parece que anden mal encaminados
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LAS TRIBUS URBANAS Y EL CINE
Silvia Grijalba

Cuando hablamos de Tribus Urbanas nos vienen a la cabeza las que tuvieron su auge en las décadas de los 60, 70 y 80 del siglo pasado y ahora, en el siglo XXI, nos parece un término obsoleto. Pensamos en los mods, rockers, hippies, punks… esos grupos socioculturales eminentemente juveniles que configuraron una contracultura pop que, con el tiempo, pasaron a formar parte de la cultura oficial y que fueron rápidamente adoptados por los medios de comunicación y por la burguesía que antes cruzaba de acera cuando se encontraba con un miembro de estas tribus urbanas.

La fuerza estética de todas esas tribus hizo que el cine (antes y más profusamente que otras artes, como la literatura) rápidamente se hiciera eco de esas manifestaciones y durante esas décadas (especialmente durante finales de los setenta y todos los años 80) el cine juvenil dio varios títulos que abordaban la forma de vida de esos grupos sociales. Aquí vamos a analizar algunos de esos títulos clásicos que se refieren a las tribus urbanas clásicas, a las que todos conocemos. Pero también quiero hacer hincapié en la presencia de otras tribus urbanas menos evidentes que han surgido a partir de los 90 y durante lo que llevamos de siglo. Grupos socio-culturales que, en muchos casos, no tienen un apelativo oficial pero que responden a las coordenadas que definen una tribu urbana. Buenrrollistas (1), techno-hippies (2), Bohemios Burgueses (3), Burgueses Chic (4), Lalys (5), Chicos Dickies (6), a los que el cine más actual también ha reflejado aunque la intención del autor de la película (en contraposición a los de décadas anteriores) no fuera esa y pese a que, en muchos casos, ni el propio autor fuera consciente de que en su obra estaba hablando de la forma de vida de una tribu urbana.

Esto nos puede ayudar a confirmar la teoría de que después de los noventa, con la explosión grunge, las tribus urbanas caen en el ostracismo, empiezan a considerarse algo pasado de moda, un término casi peyorativo y que pasan de ser una seña de identidad, un orgullo para sus miembros a algo de lo que no se habla, rechazado por los mismos protagonistas de esas tribus, que se niegan a definirlas, a darles nombre e incluso se ofenden si alguien les identifica como miembros de ese grupo social.

En el cine, como reflejo de la sociedad, también se ha observado esa evolución. Después de los noventa, el presunto cine juvenil ya no vende la película aludiendo a la tribu urbana de la que habla (como ocurrió con Quadrophenia, Hair o, más adelante Singles) sino que, muy al contrario, lo elude, aunque en casos como Goths World sus protagonistas vistan como miembros de una tribu bien definida y la banda sonora sea parte también de los gustos de ese movimiento. La evolución llega a un punto extremo en el que, incluso, se da el caso, como el de OT en el que se presenta a la juventud como un ente disperso, sin cohesión cultural, orgulloso de pertenecer y adorar al sistema establecido y sufriendo el efecto contrario al que se daba años atrás, en el que la moda o la forma de comportamiento más radical de la gente de la calle era asimilada por los artistas más comerciales. Ahora los fans de OT son los que visten según dictan los escaparates de Zara, Berska o Pull and Bear que son las marcas que, a su vez, hacen el estilismo las estrellas de la Academia.

Actualmente esa pulsión juvenil de identificarse por medio de la diferencia con otros miembros de una misma generación, ese deseo de crear una contracultura más o menos organizada con la que enfrentarse al “stablishment” ha quedado diluida, pero sigue existiendo, aunque sean los teóricos los que se preocupan en crear clasificaciones y definir las nuevas tribus.

¿Qué es una tribu urbana?

Para entender mejor de qué estamos hablando, lo primero sería definir en qué consiste una tribu urbana. Los miembros de una tribu urbana , salvo un par de excepciones, suelen ser menores de 20 años. El deseo adolescente de formar parte de un grupo de iguales para diferenciarse del resto, de crear una “pandilla” entre compañeros que comparten una serie de gustos que ayuda a reforzar los propios, a sentirse protegido y a tener la sensación de que alguien nos entiende suele ser una de las motivaciones esenciales para adherirse a una tribu urbana. Por otra parte, un rasgo esencial para diferenciar una pandilla (en la acepción burguesa, tipo los chicos de Verano Azul  o en la más underground, como “pandilleros” de barrio, tipo The Warriors) es que los miembros de ese grupo compartan una serie de gustos musicales y estéticos (esencialmente), pero también una forma de ver y enfrentarse a la vida (a los cambios frente a la edad madura) y gustos literarios, cinematográficos y de ocio (o sea, ir a los mismos bares, esencialmente, y también, en algunos casos preferir un tipo de drogas antes que otras).

Todos estos puntos están presentes en las películas que hemos escogido como ejemplo de cómo trata el cine juvenil de ficción esos ejemplos de contracultura. Hago hincapié en el término “cine juvenil de ficción” porque he querido obviar los cientos de documentales que abordan este tema: desde los que se encargaron de filmar encuentros como el de Monterrey o el de Woodstock, hasta las biografías de músicos emblemáticos de algunos de estos movimientos porque esas producciones (igual que películas como El Ansia, para los siniestros o Blow Up para los mods) son crónicas de lo que los miembros de esa tribu urbana admira, pero no hablan de los miembros de esas tribus, no dan una visión sobre ellos sino que narran lo que los componentes de esas tribus imitan, asimilan o les inspira.

Hair y Quadrophenia: dos paradigmas Entre los títulos clásicos que narran la vida de los miembros de tribus urbanas están, sin duda, Hair y Quadrophenia. Como paradigma de películas que abordan este tema y teniendo en cuenta que se estrenaron el mismo año (en 1979) nos pueden servir de ejemplo de cómo se trataba el tema de las tribus urbanas durante la década de los ochenta, la época en la que tuvieron un mayor esplendor. Una forma de representar a esos miembros de la adolescencia contracultural que poco tiene que ver con el tratamiento que el cine hace de ellos durante las dos décadas siguientes.

Los paralelismos entre Hair y Quadrophenia son muchos. Aunque hablan de tribus urbanas irreconciliables, los hippies, en el caso de la primera y los mods (y los rockers, más de pasada) en el de la segunda, el tono es muy similar. En primer lugar, en ambos filmes se recrea una época pasada, se habla de los comienzos de estas dos tribus urbanas que a finales de los 70 ya se habían constituido como tales pero que en sus comienzos, en los años 60, eran movimientos contraculturales que aún no tenían la categoría de tribu urbana como tal.

Esa labor historicista, ese deseo de profundizar en una época que los directores de ambas vivieron durante su adolescencia y por tanto idealizaron ayuda a que, especialmente en Hair, su director Milos Forman presente de una manera muy atractiva a los componentes de ese movimiento sociocultural, algo que Franc Roddam también hace en Quadrophenia, pero desde un punto de vista más lúdico, menos idealista. Probablemente si ambas se hubieran rodado en los 60 y sus directores hubieran tenido 18 años, el planteamiento hubiera sido el de ¡qué maravilloso es pertenecer a un grupo de jóvenes que compartimos ideología, forma de vivir, de vestir y de divertirnos y a los que nos gusta la misma música!, pero quince años después, observando los comienzos del movimiento desde la perspectiva de la madurez y viendo en qué han desembocado esas tribus mucho más edulcoradas por aquella época, la visión idealista tiene también un tono moralista, que corresponde a la evolución natural de la mayoría de los que en su juventud pertenecieron a una de las tribus urbanas del siglo pasado que, por definición, están relacionadas con la edad adolescente y postadolescente.

El trabajo estable, la pareja estable y la hipoteca suele diluir el tinte llamativo en el pelo, quita horas para poder construir la cresta o peinar el pelo a lo mod, hace pensar en si merece la pena seguir llevando la camiseta de AC/DC al trabajo o si sería mejor claudicar a favor de la camisa para ver si nos dan ese ascenso laboral y termina dando al trastre con el idealismo contracultural que nos llevó a formar parte de una tribu urbana. Por eso no llama demasiado la atención que tanto en Hair como en Quadrophenia se castigue a los que de verdad creen en los postulados de su movimiento, los que convierten la vida hippie o la mod en su leit motiv y los que llevan esa “religión” hasta sus últimas consecuencias.

En Hair el papel de John Savage es claramente el del hippie “dominguero”, un joven que está a punto de alistarse en Vietnam, que se queda deslumbrado por la forma de vida hippie, pero que termina alistándose en el ejército, enamorándose de una chica que pertenece a una de las mejores familias de la ciudad y que es burgués incluso en sus viajes alucinógenos inducidos por el LSD, donde imagina que se casa (de blanco y por la iglesia) con su amada aunque eso sí, el coro de fondo canta el Hare Krishna y la novia está embarazada, como dato transgresor.

Durante toda la película, John Savage simpatiza con la causa pero no se implica del todo, nos están diciendo que aquello es una época de su vida y que aunque seguirá teniendo ideas antimilitaristas, de paz, amor y tal, está claro que el sueño alucinógeno de la boda por la iglesia y la vida burguesa va a cumplirse y que terminará claudicando con el sistema. Es un chico formal y merece seguir viviendo.
En cambio, el personaje del hippie convencido que pasará el resto de su vida defendiendo sus ideales juveniles y que apuesta con todas las consecuencias por los postulados hippies es el que termina muriendo. La película da un giro completamente absurdo para que sea Berger y no John Savage el que termina yendo (por error) a Vietnam y que al final muere. La lección está clara: si vas (de verdad) contra el sistema, Dios te castigará.

En Quadrophenia la lectura es la misma. Phil Daniels, el protagonista, está convencido de ser mod es una forma de vida, no un divertimento de fin de semana. Y todo su mundo empieza a derrumbarse cuando, después de la pelea contra los rockers en Brighton, se da cuenta de que sus compañeros mods no piensan igual que él. El se va de casa, deja el trabajo, se convierte de verdad en un outsider… pero paralelamente al descubrimiento de que la chica de la que se ha enamorado y con la que se ha enrollado en Brighton considera que aquel suceso del callejón es algo sin importancia (para él no porque está enamorado), sus amigos le dicen que no le esperaron a que saliera de la cárcel porque tenían que llegar al trabajo; su amada le dice que lo de Brighton fue una diversión, sin más y, como punto penúltimo, descubre que Sting, encarnación del líder de los mods, no es un tío enrrollado, un marginal, como él creía y quería, sino el botones servil de un hotel de lujo de Brighton. Todo ello y su destino (el convencimiento de que está loco, como su tío suicida y esquizofrénico, con el que no para de compararle su padre) le llevan a tirarse, con scooter  y parka puestas, por los acantilados de ese Shangrilá de los mods que es Brighton.

Pero pese a esa lectura moralista, en ambas películas se deja entrever que los realizadores tienen una admiración y una identificación con esas tribus urbanas que expresan, muchas veces, con algunos de los tópicos imprescindibles para entenderlas, especialmente en el cine: indumentaria, conflictos generacionales, drogas y música. El caso de Quadrophenia es especialmente significativo porque los productores, que eran The Who, los cuales habían sido mods durante su primera juventud y son unos de los ídolos de ese movimiento,
La cuestión de la indumentaria y de la música son evidentes y no vamos a profundizar aquí en ellas. Pero sí resulta curioso que ambas películas afronten de una manera casi idéntica el asunto de las drogas y del conflicto generacional.

En la era pre sida y anterior a la demonización gubernamental de las drogas ilegales, se nota que el punto de vista sobre ese tema es liberal, natural. El asunto de las drogas se trata de una forma que actualmente sería inconcebible y que muy probablemente tendría que vérselas con la censura.

En ambos casos, la droga (cannabis y LSD, en el caso de Hair, y anfetaminas, en el de Quadrophenia) es una manera de abrir la puerta a la realidad paralela que nos presenta este movimiento sociocultural que implica otra forma de vida. En los dos filmes, la droga es una especie de pasaporte que aparece muy al principio de la cinta y que ayuda al protagonista y al espectador a traspasar ese espejo que le lleva a una nueva realidad.

En Hair, muy en sintonía de los ideales hippies que consideran a las sustancias enteógenas como una forma de autoconocimiento y de transformación moral, se trata (siguiendo los postulados de las tribus primitivas) de un rito de iniciación al clan. Algo que vuelve a darse cuando la película avanza, en este caso con LSD en forma de hostia y que da a entender que el novato ya ha entrado en la tribu aunque las alucinaciones que tiene sean tan poco hippies.

En Quadrophenia la película empieza directamente con una imagen en la que el protagonista le compra unas pastillas a su camello habitual (que es una especie de lazarillo que le acompaña a lo largo de todo el filme) para, después de una jornada de trabajo basura, entrar en una discoteca donde se oyen clásicos del soul y más adelante se oiría el “My Generation” de The Who.

Drogas y conflictos generacionales

En ambas películas hay un aspecto lúdico de la droga que tiene mucho que ver con los postulados de otras obras posteriores, relacionadas con la cultura rave, como Acid House o 24 Hour Party People, sobre el sello Factory y la discoteca Hacienda de Manchester. En ellas las drogas de diseño, la evolución de esas anfetaminas que consume Garry Cooper en Quadrophenia, son una especie de catalizador para introducirse en el ambiente de un local (como representación de un mundo) dedicado a vivir durante seis horas una vida distinta que nada tiene que ver con una situación social hostil (esto se ve claramente también en todas las películas que se han hecho sobre el punk; por una parte, la de Alex Cox Sid y Nancy,(1986) protagonizada por la heroína o bruja del grunge Courtney Love y los dos documentales sobre los Sex Pistols, The Filth and The Fury (2001)y El Gran Timo del Rock and Roll (1980)de Julian Temple) y es que no es casualidad que algunas de las tribus urbanas del siglo pasado surgieran en momentos de bache económico y en ciudades (Londres en el caso de los mods y los punks, Manchester, en el del Acid House y Seattle, en el del grunge) donde esa crisis estaba especialmente acentuada.

El conflicto generacional es otro de los elementos que está presente en estas dos películas y en la mayoría de las que abordan el tema de las tribus urbanas. Los enfrentamientos surgen invariablemente entre los miembros de esas tribus que llevan hasta las últimas consecuencias su adhesión al movimiento. Por una parte, porque no disimulan, no llevan una doble vida de disimulo cambio estético según estén delante de sus padres o delante de sus amigos y “porque salen del armario”, intentan explicar (con palabras o con hechos) a sus horrorizados padres que sus ideales son dignos, que aquello no es un capricho juvenil y están convencidos de lo que hacen. Las escenas de interrelación entre rebelde y su familia son casi idénticas en Hair y Quadrophenia.

El aspecto y la forma de vida son esencialmente los reproches que les hacen los padres a los hijos y aquí, ambos directores se ponen de parte del rebelde, incidiendo en lo ridículo de las protestas (ambas tienen un elemento cómico) y reprochando, en el fondo, que los padres no se preocupen de porqué sus hijos han tomado ese camino y que no se paren a reflexionar si quizá pueden estar ellos en lo cierto. Sólo se preocupan de lo externo, de lo que puede resultar escandaloso para el vecindario o el resto de la sociedad.

A partir del punk Este análisis sobre el tratamiento de las tribus urbanas del siglo XX en el cine nos sirve para observar la evolución que tiene esa visión en épocas posteriores del mismo siglo y para ver cómo cambia radicalmente en los filmes que tratan el tema en este siglo. Sid y Nancy de Alex Cox y Singles (1992) de Cameron Crowe (autor también de Casi Famosos, (2000), en la que también se trata ese fenómeno, centrándolo en una banda de rock con reminiscencias hippies) son dos ejemplos que siguen las bases creadas por las anteriores. El caso de Sid y Nancy no nos es demasiado útil porque aunque no es estrictamente un documental como los trabajos que hizo Julien Temple sobre el punk, se basa tan fielmente en la vida de Sid Vicious (segundo bajista de los Sex Pistols) que no ofrece claramente una visión particular asentada en la ficción.

En ella también aparecen tópicos como el enfrentamiento generacional, la reacción ante una realidad social difícil o la muerte final del héroe/antihéroe que lleva hasta las últimas consecuencias los postulados de su tribu urbana. Hasta ahí todo es similar, pero sí cabría destacar el hincapié que hace (necesario porque la vida de Sid Vicious fue así) sobre el mal uso de las drogas, en este caso de la heroína, que termina llevando a la locura o la destrucción (de sí mismo, el amor y el grupo al que pertenece) al protagonista. En 1986, con el cadáver del punk aún caliente y con miles de jóvenes que aún adoptaban esa estética que empezaba a estar asimilada por los mass media y las grandes cadenas de almacenes, la heroína empezaba a hacer sus primeros estragos sociales y el aire casi naif respecto a la droga de películas como Quadrophenia o Hair era prácticamente impensable y no volvería a repetirse.

Singles es una película de transición. Inaugura, a principios de los 90, una nueva etapa en la que el cine (y la sociedad) dan cada vez menos importancia a la tribu urbana como tal y se centra en la vida de un grupo de jóvenes que, parece que casualmente, visten parecido, oyen el mismo tipo de música y tienen una visión de la vida similar. El grunge puede decirse que fue la última tribu urbana que tuvo una conciencia de clase y, por tanto, un nombre que ellos mismos usaban para definirse. A partir de ahí llega la transformación de la tribu urbana (como hemos apuntado al principio) que se diluye para convertirse en algo casi vergonzoso que sus miembros se niegan a reconocer.

Singles es un producto claramente edulcorado, típicamente hollywodiense, en el que queda claro el mensaje de que esa forma de vestir y esos gustos musicales es una etapa transitoria, una forma de evolucionar hacia la madurez. De hecho, Bridget Fonda, en un momento de la película explica ese sentimiento. Vive su unión con un cantante de un grupo grunge emergente como el momento de locura que tiene que experimentar durante unos años, consciente de que aquello es una locura de juventud. De hecho, el personaje de Matt Dilon, que podría ser el equivalente al de Garry Cooper en Quadrophenia o Berger en Hair, al final hace un alegato a su supuesto carácter contracultural e individualista que él mismo demuestra no creer en absoluto.

A partir de ese momento, salvo excepciones que en su mayoría aluden a tribus urbanas del pasado, como es el caso de 24 Hours Party People (sobre el sonido Manchester y el comienzo de los “ravers”), la visión del cine sobre las tribus urbanas es más bien anecdótica. Se presentan personajes que pueden pertenecer tangencialmente a ellas pero no se profundiza, como en los 80, en las actitudes o forma de vida derivadas de esa adhesión al movimiento contracultural.

En 24 Hours Party People la visión es hasta cierto punto nostálgica y tiene el tono de un documental en el que ya se pueden valorar, desde la distancia y la madurez el porqué ocurrieron las cosas. En ella se hace un recorrido por el Sonido Manchester y por los grupos del sello Factory, desde bandas cercanas al punk, como Joy Division hasta la discoteca Hacienda, la cuna del acid house y del movimiento de bandas como Happy Mondays. El protagonista, desde la distancia de los años, hace un análisis de lo que ocurría en aquel local, donde empezó a forjarse una tribu urbana, la de ravers, que tendría más tarde derivaciones en los makineros y los techno kids. Tribus muy cercanas a una droga, el éxtasis, que en aquella época empezaba a ponerse de moda y de la que en esta película se habla sin ningún tono moralista, desde una perspectiva casi periodística, volviendo a una visión que podría relacionarse con Quadrophenia  La mayoría de las veces, los guionistas hacen que esos jóvenes vistan y oigan la música propia de una tribu urbana para ayudar a que esos personajes, por una parte, aparezcan como adolescentes rebeldes que van en contra de lo establecido y, por otra, para conectar estéticamente con un público juvenil que es el que puede hacer triunfar en taquilla una película, aunque hay que destacar que jamás aparece como reclamo (como ocurría en décadas anteriores) que la película en cuestión alude a una tribu urbuna. Un reflejo más de esa tendencia al rechazo sobre este tipo de fenómenos.

Algunos ejemplos de ello son Ghost World (cuyas protagonistas estarían encuadradas claramente en el apartado de las “lalys”), Historias del Kronen (en el que hablaríamos de los chicos Dickies), Todo es Mentira (Bohemios Burgueses), La Playa (sobre los techno hippies) o Eduardo Manostijeras (con Johnny Depp, en cierta forma, y claramente en el personaje de Winona Ryder, se nos presenta el prototipo de joven siniestro, una tribu que conoce por experiencia propia su director, Tim Burton). Por eso, a partir de los noventa, en las pocas películas que se habla claramente de estas las tribus urbanas se hace desde el punto de vista documental o de falso documental, como en el caso de Skinheads de Greydon Clark. Ghost World es una de las películas que mejor resume la actitud del cine respecto a las tribus urbanas en el siglo XXI.

Respecto a las tribus urbanas. La protagonista se nos presenta como un “bicho raro”, igual que Steve Buschemi y aunque viste de una manera muy concreta (una especie de laly-neo punk) y sus gustos musicales corresponden con esa tribu, responde a esa tendencia del nuevo siglo del individualismo. En los 80 está claro que nos hubieran contado la historia presentándonos al grupo de amigos punkis con los que se reunía, pero aquí es distinto. Su mejor amiga no conecta con esa parte de su vida y lo cierto es que no importa demasiado y los terribles conflictos generacionales que se plantean en el cine de otras épocas aquí no existen, no hay más que ver la escena en la que se tiñe el pelo de verde y su padre ni se inmuta.

Ese es sólo uno de los múltiples ejemplos que hacen de esta película el máximo exponente de cómo el cine ha tratado a lo largo de este siglo a las tribus urbanas. La asimilación por parte de los mass media y de la sociedad de consumo de determinadas tendencias que antes resultaban transgresoras han hecho que determinadas estéticas ya no resulten del todo chocantes y que elementos como la lucha generacional queden muy matizados. La “gente de bien” ya no cruza de acera cuando ve a alguien con el pelo de colores o con piercings y eso el cine lo refleja en su actitud de indiferencia hacia los movimientos socio culturales juveniles. 

APENDICE

(1) Los buenrrollistas, para entendernos, serían una especie de evolución natural de los progres, pero con menos pana y más colorido de inspiración étnica. Ellos son ese ejemplo perfecto para las tertulias televisivas en las que a algún alma optimista le da por decir que la juventud actual no se pasa el día haciendo botellón y consumiendo pastillas de fiesta de bakalao en fiesta de bakalao, si no que tienen ideales por los que luchan y una conciencia socio-política fuerte. Y, efectivamente, el buenrrollista es el hijo que todo progre no asimilado por el sistema desearía. Un chico comprometido, responsable pero con un punto de locura idealista que, además, tiene de qué hablar con su padre enrrollado porque  comparten ídolos (Dylan, Ché Guevara)  aunque, eso sí, los miembros de esta tribu urbana también han desarrollado nuevos mitos propios a los que siguen en forma de pensar y vestir, además de servirles de guía en sus causas políticas. El gran paradigma del ídolo buenrrollista es Manu Chao. Su simpatía por la causa okupa; su apoyo incondicional al movimiento zapatista (el Subcomandante Marcos es uno de los grandes gurús de esta tribu); esa forma de vestir en plan tienda ayuda al Tercer Mundo; su afición por las sandalias de cuero y su adicción a los gorros andinos y los jerseys de lana casera hacen que los buenrrollistas le vean como uno más, como un colega normal y corriente y agradecen con auténtico fervor esos gestos que denotan esa sencillez intrínseca, ese buen rollo que le es natural, como tocar por sorpresa en la calle o hacer una especie de feria para grandes y pequeños.

(2) En esta época de sincretismo, de heterodoxia, de mestizajes y, sobretodo, de chill outs (ya, hasta los más conservadores tienen un rincón de la casa lleno de cojines, humo de incienso y cds de música relajante con la etiqueta “lo mejor de la música chill out” pegada en la funda), los techno hippies son el ente perfecto. Son la prueba andante (o más bien tumbada, que es la posición en la que se les suele encontrar en los chill outs de cualquier fiesta techno, es decir Rave) de que la técnica más avanzada no está reñida con los valores ecológicos, las teorias de Gaia y demás asuntos de inspiración hippie. Esta tribu ha ido ampliándose poco a poco pero el germen, el lugar donde empezó a gestarse realmente la identidad de los techno hippies como tales, fue en el festival británico Tribal Gathering (hace unos ocho años), un encuentro musical en el que participaron grupos que unían la tecnología y las contundentes bases rítmicas de la música electrónica con percusiones y voces tomadas de músicas étnicas tradicionales (en aquella época, especialmente de Marruecos, La India o Paquistán), como Transglobal Underground, Loop Gurú o Banco de Gaia. Una idea que seguía la tradición de composiciones de la época psicodélica de los Beatles y muy especialmente de George Harrison (su “Chant and Be Happy” es un precedente clarísimo) pero que en esta ocasión llevaba algo más, un trasfondo socio-cultural que daba una seña de identidad propia a los seguidores de ese estilo musical.

Algunos de ellos eran hippies auténticos, de cincuenta años en adelante, de mente curiosa, que seguían convencidos de sus ideales pero también querían estar al día sobre los nuevos sonidos y las tendencias musicales más actuales (de estos, aquí en España hay más bien pocos, pero la mayoría de ellos tienen que ver con la ciber-revista Eonmagazine). Otros eran treintañeros simpatizantes del movimiento hippie, vegetarianos, conscientes de los problemas de su entorno. Personas con un sentido espiritual profundo, afines a todo lo relacionado con las experiencias psiquedélicas que reconocían en el techno su capacidad para llevar al trance, su conexión con sonidos y bailes ancestrales pero que no acaban de coincidir con el espíritu únicamente lúdico y un poco descerebrado de los habituales a las raves. (3)Término sacado del libro de David Brooks “Bobos in Paradise” (Simon and Shuster, 2001)

(4) A primera vista podían parecer los pijos de toda la vida. Y en realidad lo son, pero con matices. Los pijos de siempre son reproducciones casi de sus padres e incluso sus abuelos exactas (en todos los sentidos porque ya se sabe que en esas clases sociales la gente mantiene la misma piel tenga la edad que tenga), pero los Burgueses Chic  tienen un matiz especial que los diferencia de los otros: están al tanto de las nuevas tendencias y las siguen con una fidelidad casi mística. Es decir, un pijo pijo seguirá haciéndose la ropa con el sastre de su padre, comprando las joyas en la joyería de prestigio de “toda la vida” tipo Sanz o Durán o comprará los trajes de cóctel (ella) en la boutique donde ya conocen a mamá. En cambio, los burgueses chic mantienen algunas de esas costumbres propias de su clase social (alta) pero introducen innovaciones dentro del clasicismo que les hace sentirse casi revolucionarios. En esta tribu, que quizá sería más exacto definir como “Nueva Clase Social” (igual que los Bohemios Burgueses), hay diversos subgrupos que irían desde el burgués chic más tradicional al más revolucionario (dentro de un orden, claro).

Los más “modernos” corresponden al estereotipo que tenemos de la mano de, por ejemplo, Gwyneth Paltrow o, en España, Rosario Nadal y familia. Treintañeros de familia bien que, por ejemplo, a la hora de decorar la casa, combinan muebles magníficos heredados de sus padres (de estilo inglés o Imperio) con piezas Art Nouveau o Decó y otras (auténticas) de diseño de los 50 o 60. Todo bueno, nada de imitaciones pero, eso sí, que se note a todas horas su cultura y sus conocimientos en decoración, historia, arte, literatura y últimas tendencias. El arquetipo lo formarían esos personajes famosos que salen en las revistas, pero la gran mayoría de los burgueses chic son seres anónimos que quizá no lleguen a ese nivel adquisitivo pero que, en sus maneras, tienen bastante que ver con la Nadal, la Paltrow o la siempre impecable Ana García Siñeriz. En cualquier caso, esa vertiente más moderna e interesada por el diseño de última hora o de la segunda mitad del siglo pasado se da más en el extranjero donde, entre otras cosas, se han desarrollado de una manera más clara las vanguardias en ese terreno artístico. De hecho los burgueses chic en Bélgica (cuna de grandes diseñadores de ropa carísimos pero muy modernos, que tienen en común sus nombres imposibles de pronunciar), en Holanda (donde los diseños del maestro Ritkveld llenan los salones de los burgueses chic de allí) o en Alemania (cuna de la Bauhaus) los burgueses chic que predominan son los de la vertiente más moderna porque los que se han quedado anclados en las costumbres de sus antepasados más próximos son, directamente, sin matices, burgueses.

Pero ya se sabe que Spain is different (y bastante conservadora, no sólo ideológicamente) y aquí el nivel de exigencia de “modernidad” para engrosar las filas de los burgueses chic y no quedarse en burgués a secas tiene que ser más bajo. Así que la mayoría de los miembros de esta tribu se parecen más a Nuria Roca, Anne Igartiburu, la pareja Ponte-Gómez Acebo o Alvaro de Marichalar (su hermano el Duque de Lugo es demasiado convencional como para entrar en esta tribu, lo sentimos).

(5) Las lalys son fácilmente reconocibles. Después de observarlas durante años, detenidamente, en el festival de Benicássim, en bares como el Maravillas (ahora Nasti) o por las calles de Malasaña (paseando, jamás haciendo botellón) me di cuenta de a quién me recordaban: a Laly Soldevilla. Ese corte de pelo a lo chico; esas faldas que sólo puede ponerse una fashion victim (las lalys lo son), la propia Laly Soldevilla o alguna monja de paisano; esas merceditas… toda laly que se precie es, en sí misma, un homenaje a esta actriz que, además, aparece en la portada de uno de los discos de uno de los grupos favoritos de las lalys: Alpino.

El aspecto general es una especie de revival de los sesenta y principios de los setenta, pero recuperando el lado más tradicional, más burgués de la época (para entendernos, se rescataría el look de Ana Duato en “Cuéntame”, más que el de su hija). Faldas evasé, camisas de nylon con grandes cuellos, nikis lacoste, el pelo (siempre corto o media melena con raya a un lado) recogido con una horquilla de clip. La indumentaria de las chicas “buenas” de aquella época.

Esa sería la estética laly más ortodoxa, quizá la más cercana (con ideología más bien conservadora incluida) a los mods. Pero, como en todas estas nuevas tribus, hay diversas derivaciones que tienen como raíz a las lalys pero mezclan otros estilos. Una a destacar es la vertiente más “fashion”, la que radicaliza hasta el extremo la estética de colegiala (por ejemplo) dejando a un lado las connotaciones pacatas de las lalys más recalcitrantes o las adictas a revistas como A Barna o Punto H que aunque sigan frecuentando los mismos bares de las lalys primigenias y compartan gustos musicales, llevan una imagen más sofisticada, normalmente compuesta por ropa “vintage” de diseños auténticos de los sesenta de los grandes diseñadores de la burguesía de la época (Pucci, Gucci o, el “must”: Balenciaga, llegando a protagonizar escenas tan ridículas como la de llevar unas “mules” de tacón de 14 centímetros para ir al festival de Benicassim y pasearse entre el barrizal de excrementos y el polvo del recinto) o de jóvenes diseñadores que denotan una enfermiza obsesión por la estética de Heidi, como La Casita de Wendy.

Y aunque la estética es esencial para entender a las lalys la música también lo es. Los grupos favoritos de esta tribu graban o al menos comenzaron su carrera grabando en compañías independientes. Los grandes ídolos son artistas que coinciden en tener una actitud de inocencia impostada (normalmente con cantante femenina al frente en plan Lolita un poco pasada de años) que a veces se combina con una supuesta actitud pijo-punk. Los nombres suelen coincidir con esos conceptos y suelen tener que ver con objetos pop de la infancia: Alpino, Meteosat (estos ya disueltos), La casa Azul, La pequeña Suiza, Los Fresones Rebeldes o La Monja Enana.

(6) La mayoría de los miembros de esta nueva tribu urbana (quizá la más heterogénea y menos definible de todas) podrían definirse como “chicos malos de casa bien”, un arquetipo que no es exclusivo de esta época pero que quizá ahora es cuando se ha extendido con más fuerza y cuando ha tomado una identidad estética y cultural que no tenía hace, pongamos, cuarenta años.

El chico dickies prototipo respondería sin fallar ni una a la sarta de tópicos negativos que los mayores de 45 años recitan cada vez que hablan de la juventud de ahora. El nombre les viene dado por la marca de ropa norteamericana (Dickies), una firma que, como las botas Doctor Martens que sirvieron en los 80 de uniforme para punkies y skin heads, se dedicaba en su momento a la ropa de uniformes de trabajo y de ropa para fábricas y que los skaters y los pijos rebeldes han tomado con insignia de su look arreglado pero informal. Camisas de trabajador de gasolinera o de fábrica (incluso con algún parche de la empresa de donde se supone que viene la camisa, tipo Zanussi, Philips…) , cazadoras como las de los operarios de correos norteamericanos, pantalones cargo y zapatos de cordones o deportivas Converse, que aquí las marcas siguen siendo muy importantes.

Bibliografía

· Costa P., Pérez, J.M., Tropea, F. (1997) Tribus Urbanas, Ed. Paidós, Barcelona, España.
· Deleuze, Gilles. y Guattari, Felix. (1997) Mil Mesetas, editorial Pretextos, España.
· Feixa, Carlos. De jóvenes, bandas y tribus. Editorial Ariel, Barcelona, España 1998.
· Foucault, M. (1992) Microfisica del Poder, Ed. La Piqueta, Madrid.
. Grijalba Silvia (2002) Alivio Rápido, Ed. Plaza y Janés, Barcelona.
· Maffesoli, Michel (1990) El tiempo de las tribus. El declinamiento del individualismo en las sociedades de masas. Icaria, Barcelona España.
· Mead, Margaret (1971) Cultura y Compromiso. Estudio sobre la ruptura generacional. Granica editor, Buenos Aires, Argentina.
· Martin Criado, Enrique (1998) Producir la Juventud. Ediciones Istmo, Madrid, España.
.Marcus Greil, Rastros de Carmín, Anagrama (Barcelona)

 

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QUIERO TODO ESTO
Versión de Silvia Grijalba

Quiero que no me dejen salir por las noches, para querer hacerlo

Quiero que me digan que eso no me conviene para quererlo aún más

Quiero que me prohíban subir a la montaña rusa para querer montarme de una vez por todas

Quiero que me obliguen a ir tirarme por un precipicio para no despeñarme casi todos los días

Quiero no querer

Quiero que los pasteles no engorden y así no querer empacharme

Quiero que no me miren para poder mirar

Quiero que no me quieran tanto, para querer un poco más

Quiero que trabajar sea pecado, mortal

Quiero tener insomnio para querer dormir y que me despierten con un beso

Quiero un servicio de habitaciones

Quiero un bolso de hermés

Quiero vivir en Formentera

Quiero un penthouse en Nueva York

Quiero que Lancelot del Lago mate al Rey Arturo y se case conmigo

Quiero comer perdices

Quiero una villa en la Toscana, si es en el Piamonte tampoco me importa

Quiero un mayordomo

Quiero un palacio en el Rajastán

Quiero teletransportarme

Quiero no echar de menos, ni de más

Quiero que lo dejes todo por mi y que me des las gracias por ello

Quiero que me idolatren

Quiero que me hagan feliz

Quiero que se mueran de amor por mi culpa

Quiero escribir Hamlet

Quiero que Ulises se quede con las sirenas y que Penélope deje ya de coser

Quiero que entiendan mis errores, me perdonen y me digan, “como decíamos ayer”

Quiero no ser compresiva

Quiero enfadarme por tonterías

Quiero un vestido de Fortuny

Quiero que mientan todo el rato, pero sin que se note

Quiero creérmelo todo

Quiero que me entiendan, aunque hable en otro idioma

Quiero la belleza de Lauren Bacall

Quiero aburrirme

Y lo quiero ya

 

 

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